En educación la siembra es en un tiempo y la cosecha en otro. En educación no podemos sembrar pensando en cuándo vamos a recoger.La cosecha a corto plazo sería el aprobado de los alumnos a final de curso. Luego está la cosecha a largo plazo, esa que es fruto de un lento proceso de maduración personal y que no es resultado de un solo agente, sino de la multiplicidad de experiencias vitales del individuo, y sobre todo de cómo éste las asume y valora. Es un proceso lento que nunca sabemos cuándo culmina pues siempre es posterior a los años de escolarización.

En la última festividad de Santo Tomás, patrón de las enseñanzas de Secundaria y Bachillerato, me encontré con varios ex alumnos. Les pregunté cómo les iba la vida. Algunos eran alumnos brillantes. Otros ni acabaron la Secundaria. Sin embargo me estremeció lo que unos y otros me contaron, pues trata de esa “huella” que los docentes solemos dejar, para bien o para mal, en la personas.

Esa mañana, en la puerta del Instituto me esperaba un joven fumando un pequeño puro. Con ese aire chulesco que da la prepotencia de la juventud me saludó con un “Hombre, pájaro, ¿cómo te va?” “Anda, Fulanito”, le dije. “¿Qué sorpresa? Pues muy bien. Ya ves que sigo en el mismo sitio. ¿Y tú?” Me contó que estaba trabajando en el campo y que ganaba dinero para sus cosas. Se le veía feliz.

Hay en los docentes un gran potencial para ser agentes de cambio y maduración en las personas, para dejar huella. Cada año pasan por nuestras aulas cientos de alumnos. ¿Cómo les marca íntimamente el paso por ellas?

Empecé a recordarlo como ese alumno disruptivo y problemático que siempre estaba escapando de clase, incapaz de estar tranquilo, enjaulado. Recordé su orfandad. Creció sin un lugar al que pudiera llamar “hogar”. Fue madurando como pudo. Rechazado en casi todas partes. Entonces me dijo que “Ahí dentro no tienen corazón” (refiriéndose al Centro), que “los profesores sólo piensan en la exigencia académica, pero no en las personas”. “Bueno, todos menos tú. Tú sí me trataste como a una persona y te interesaste por mí”.

En su discurso de todo o nada reflejó cómo se sintió. Tuvo que añadir a su desarraigo la incomprensión de una enseñanza demasiado preocupada en lo académico y, tal vez por eso, a veces un tanto deshumanizada.

Sé que yo no fui el único que lo ayudó, todos lo intentamos como pudimos. Y su testimonio fue como recoger una pequeña cosecha para mí de lo que hacemos todos los días en el aula.  Esas cosas que parecen insignificantes, los gestos que apoyan, el mirar y escuchar, quedan grabados para toda la vida en quienes nos rodean. Apenas conseguí que trabajara un par de días en aquél curso de la ESO. Pero lo escuchaba, le permitía cierta flexibilidad que le dejaba respirar en medio de tanta presión que era incapaz de atender, pues era una persona a la que le faltaba lo más importante: recibir amor, sentirse acogido en un hogar, ser mirado e investido de importancia.

Hay en el sistema educativo una incapacidad manifiesta para tratar a estos alumnos que no pueden seguir un cauce “normal”. Estos jóvenes necesitan algo más que lecciones de matemáticas y lengua. Necesitan ser reconocidos como personas valiosas y queridas. Sólo después de eso empezarán a ser capaces de aprender.

Otro de los encuentros fue con una alumna brillante, Cecilia, que está estudiando Educación Social “gracias a mí”. Me cuenta sorprendida que en la conferencia inaugural del curso se quedó de piedra cuando escuchó como un resumen o compendio de las cosas que yo decía en clase. Ella se refiere a las “notas al margen de la signatura” que tratan sobre la vida, el futuro, los propios valores, los sueños a perseguir, la gestión emocional, las fortalezas humanas, la educación, etc. Cecilia dice que está muy agradecida por estar estudiando la carrera que ama, gracias a mí, repite. Ya que en mis clases de Cultura Audiovisual pudo descubrir un mundo que le resonaba. Y no era precisamente el cine o la fotografía, sino esas claves de Vida extraídas de las propias experiencias y crisis; del propio desarrollo personal.

Sus palabras son esa recolección que ni sabemos vamos cosechando año tras año, curso tras curso. Y que trata de la huella que dejamos en las personas para construir sus vidas.

Ahora tengo  conmigo, haciendo las prácticas del Master del Profesorado, a una antigua y querida alumna del Bachillerato de Artes, Ana. Y me acompaña a mis clases atiborrándome de preguntas, y de ideas o soluciones a los problemas cotidianos que se nos plantean. Me devuelve su mirada, comentándome que se nota que disfruto en el aula, que me emociona dar clase, que me encanta de lo que hablo. Que sigo aprendiendo de mis alumnos y me sigo “reciclando”. Y eso se transmite, ellos lo notan.

Me sale decirle que la única manera de no terminar quemado en la profesión es el trabajarse, constantemente. Lo que ella llama “reciclarme” yo lo llamo “desarrollo y revisión personal”.

Me dice que me eligió como profesor para las prácticas por la dimensión humana que siempre desplegué en el aula, los valores que irradiaba, y esa cercanía con los alumnos. No tengo por más que sentirme alagado. Sabiendo que también tengo muchos defectos que ir depurando como docente y como persona. Pero también he de reconocer que su testimonio claro y directo supone para mí un reconocimiento a valorar, que además está en congruencia con los valores que me mueven en el día a día de las aulas y con mi visión y misión dentro del entorno de la Educación. Es otra cosecha que llega a mis manos. No todas lo hacen. La mayoría queda en el espacio personal de tantas personas como pasan por nuestras manos, y que tal vez, algo que dijimos o reflejamos en nuestra actitud o manera de ver la vida, les sirvió para tener una existencia mejor, más plena y con sentido.

No es por la manera de dar la materia que nos recuerdan los alumnos, sino por esa huella indeleble que dejamos en sus almas que lo hacen. Y cuando agradecidos, al cabo de un tiempo, te lo dicen eso nos llena de satisfacción. Esperando que haya otros muchos que sin decirlo también recibieron algo valioso después de tantas horas juntos en clase.

La cosecha, igual que esa huella que dejamos, que las huellas en la orilla del mar, es silenciosa, anónima. Parece desaparecer pero forma parte del valor que devolvemos a la sociedad. Y pareciendo intangible es una manera poderosa de mejorar el mundo.

Personalmente yo no espero ser recordado, prefiero que recuerden mis valores irradiados con mi actitud y mis palabras; pero sobre todo que los transformen en algo suyo, los hagan suyos y con eso construyan sus vidas, sean mejores personas, más felices y aporten a la sociedad lo mejor que hayan recibido de todos nosotros, sus docentes, maestros, profesores y padres.

No quiero ser recordado, quiero cambiar vidas, dar alas, mostrar horizontes, inspirar para que ellos persigan sus propios sueños; no los míos.

Quiero sembrar en los corazones. La cosecha no nos pertenece, forma parte del futuro.

Y me siento agradecido porque sembrando ya coseché sin pretenderlo.

Ana quiere ser docente. No por el dinero, ni el puesto fijo, ni las condiciones de trabajo… Cuando la veo en el aula estoy seguro de que es vocacional, tiene talento y capacidad para ello. Va a ser una gran docente.

Le queda un trecho duro que atravesar  hasta conseguirlo: estudiar, opositar, practicar, tener algún trabajo ocasional… hasta cumplir su sueño de ser profe.

Y a su vez ella sembrará semillas de futuro en nuestras aulas cada día cuando otros ya no estemos.

Seguirán nuestras huellas e irán mucho más allá hasta donde nosotros no llegamos.

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